miércoles, 15 de agosto de 2012

Para Elisa...

Recuerdo que era una mañana de sábado, en primavera. Todos sabíamos que el final estaba cerca, él también. Lo último que me dijo es que ya estaba harto de tanto dolor y pedía que se acabara ese sufrimiento, por eso cuando me llamaron sufrí un choque de emociones encontradas: por un lado, alivio; por otro, la inmensa tristeza de la última despedida.
Mi padre no era para nada perfecto, me faltarían dedos de las manos para enumerar sus defectos, sin embargo, a menudo se me aparece en las más pequeñas cosas: cuando estoy en la playa le recuerdo apareciendo con helados para despertar nuestras sonrisas; recuerdo sus ollas de sangría que alegraban nuestras fiestas de verano; el gran placer que sentía - y que yo he heredado- ante una buena comida; en fin, cuando se fue me quedé con todo lo bueno porque sólo tenemos un padre y no podemos elegirlo.
Aquel 17 de mayo el taxista que me conducía al hospital me decía  mientras las lágrimas se resbalaban incesantes por mis mejillas : " Tranquila que llegaremos a tiempo para que te despidas". Es curioso como en momentos tan cruciales una frase de un extraño puede darte tanto consuelo.
Por este motivo, y con perdón del insigne Beethoven, esta entrada es para ti, Elisa.
Son palabras de una extraña a la que apenas conoces pero que están escritas desde el cariño que siempre he encontrado en tus comentarios.
Un abrazo,
Mayte.

sábado, 4 de agosto de 2012

El velo de los hombres

No recuerdo exactamente el momento en que tuve conciencia de mi sexo. Ser mujer es algo aleatorio producto de una simple combinación genética y no tiene más envergadura que la de ser moreno o tener los ojos azules. Lo que sí puedo rememorar son ciertos detalles que empezaron a ponerme en sobreaviso de que mi condición femenina podía convertirse en un problema añadido a mi condición de ser humano.
 A mi vida llegaban mensajes confusos que no podía aceptar sin protestar, por ejemplo, el número de horas que mi madre se pasaba en "su" cocina mientras los demás ocupábamos las otras estancias de la casa; o la eterna discusión a la hora de hacer las tareas: yo tenía que ayudarla para así aprender a llevar un hogar en un futuro y ser "una mujer de su casa". Sin embargo, mi sentido de la justicia, o lo que para mi madre no era más que una rebeldía cruel que la hería en lo más hondo, me condujo a rechazar estas imposiciones propias de una cultura mal entendida, donde la mujer siempre ha callado y, en silencio, ha seguido los dictámenes de una sociedad patriarcal  que ha amordazado a tantos y tantas valientes que se atrevieron a protestar.
Mi pobre madre no lo entendía, estaba educada para no comprender que ella tenía tantos derechos como los de su marido. Lo que sí que es cierto es que hoy nos seguimos mirando con cariño porque en esta lucha por mis derechos jamás quise sacrificar ese amor tan puro que te da una madre.

Seguramente, el siglo XX será recordado como el siglo de la revolución de la mujer. Hay un antes y un después, pero todavía queda un largo trecho... nada más hay que ver la televisión para que nos percatemos de las múltiples injusticias que sufren tantas mujeres en todo el mundo.
Todavía existen demasiadas creencias que promulgan la obediencia ciega y la sumisión al hombre de la mujer y, lo que es peor, muchas mujeres que las consideran buenas. Pero ¿cómo se puede creer que una mujer debe ocultar su belleza para que los hijos de Adán no se exciten? Si los dioses de las religiones han creado todo lo que nos rodea, un buen creyente tendría que valorar esa creación, no avergonzarse de ella.
 En todo caso, se debería tapar toda la ignominia y la maldad de los hombres, pero para eso no existen velos suficientes.