Salí del trabajo con esa sensación prometedora de todas las tardes de viernes.
Decidí aprovechar el buen tiempo para comprar algunas cosillas por el centro antes de llegar a casa. Buscaba, sobretodo, un regalo muy especial para festejar el primer cumpleaños de mi ahijada; hace unos días le compré un pequeño colgante con su inicial y pensé que sería buena idea que la guardara en una de esas cajas de música donde se guardan los tesoros y los secretos de nuestra niñez.
Pues bien, he vivido una verdadera odisea hasta dar con ella ¡Parece mentira que en una gran ciudad sea tan costoso hallar una simple caja de música! Pero cuando ya casi iba a rendirme (hoy se me había ocurrido ponerme tacones y mi maltrecho esqueleto cada vez los aguanta menos), una dependienta amable, como el Tiresias de Ulises, me ha señalado una pequeña tienda de juguetes antiguos que ha resultado ser mi Ítaca particular.
Al entrar, una cara amable me ha conducido a la ansiada estantería donde me esperaban cajas de múltiples colores y músicas variadas, y he escogido una en la que aparecía un hada que giraba al son de una bella melodía; por un momento, casi beso el suelo del establecimiento que en mi fuero interno se había convertido ya en una especie de oasis para la infancia perdida.