En un mundo tan inmenso es fácil encontrar espacios de gran belleza y, a menudo, nos sorprenden donde ni siquiera sospechábamos que existieran. Hablando de Italia no es de extrañar que uno visualice ingentes cantidades de imágenes hermosísimas, sin embargo, personalmente seguía la senda de sus típicas postales con canales venecianos, campaniles toscanos o ruinas romanas imponentes. Hace años que experimenté esa dulce sensación de perderme por las calles de Florencia o la, no menos agradable, aventura de asomarme al majestuoso Coliseum romano. También me dejé enamorar por la preciosa isla de Sicilia custodiada por el temible Etna.
En fin, cuando ya pensaba que había visto los más hermosos rincones de este país del que me gusta hasta su forma de bota ( quien me conoce ya sabe de mi debilidad por el calzado), de repente, y de forma casual descubro unos paisajes dignos de engrosar mi galería de momentos bellos: el lago de Garda y sus interesantes alrededores.
Ha resultado un viaje ideal para una persona como yo a la que le gusta respirar historia mientras pasea y, para rematar, las piedras del pasado se mezclan con el encanto mágico de unas montañas que abrazan unas aguas azules a las que se asoman imponentes fortalezas.
En un viaje a un lugar de ensueño como éste tan solo se puede echar de menos una cosa: más tiempo para respirar el aroma de sus limoneros y para perderse en su atmósfera de cuento.