Ayer cené a oscuras. Experimenté lo que un ciego vive a todas horas, desde que abre sus ojos a la nada hasta que los cierra para soñar -¿cómo serán los sueños de un ciego?-.
Ahí estábamos, un grupo de videntes siendo guiados por una muchacha ciega que nos hacía sonreír con sus comentarios y nos tranquilizaba para que la oscuridad no nos estrangulara con sus sinuosos dedos.
De repente, los sonidos eran más altos, los olores más intensos, los alimentos tenían sabores más rotundos y, cuando necesitábamos saber dónde estaban nuestros amigos, alargábamos nuestras manos para tocarlos.
Una vez terminó la cena, la luz hería nuestras retinas pero nos devolvía una libertad que aparcamos para depender de otras personas que no tenían otra opción que la de intentar ser libres a oscuras.
En estas cuestiones filosóficas andaba meditando mientras regresaba a casa; miraba mi calle como si fuera la primera vez que la veía y, al pasar al lado de uno de sus portales, vi a dos vagabundos durmiendo, ya con el pudor olvidado, sobre el frío suelo. En ese preciso instante, y mientras mis ojos miraban hacia otro lado, me di cuenta de que ésta es la verdadera ceguera, la de los que no queremos ver. Hay tantas cosas que nos tapan la visión que apenas somos capaces de ver que, en este mundo, la fealdad gana a la belleza y que la injusticia provoca cataratas que nos evaden de la realidad.
Algunos intentan abrirnos los ojos de la conciencia, nos avisan de que no se puede bajar la guardia ante los atropellos a los derechos humanos y nos animan a que vislumbremos un atisbo de esperanza en el horizonte.
Sin embargo, la esperanza no es gratuita y algunos ya no aprecian su verdor porque su vista ya no distingue los colores.
Mañana saldré a la calle para sumarme a los que no se rinden fácilmente, aunque la guerra es tan desigual que es difícil ver la luz al final del túnel. Pero no pienso desanimarme, ayer unas personas me dieron una valiosa lección sobre lo que significa no desfallecer en la lucha por la supervivencia.