Según unas estadísticas, el 16 de enero es el día más triste del año, parece ser que se debe a que hace frío, hay poca luz solar y, además, estamos en la famosa cuesta de enero. Yo no lo supe hasta la noche, en un telediario y, desde luego, al oír la noticia me quedó claro que mi vida nunca se ajustaría a la regla general porque, si bien ayer amanecí con una espada de Damocles sobre mi cabeza, me acosté con una sonrisa de oreja a oreja y sin tener que recurrir a la bebida para conciliar el sueño.
Y es que "hoy quiero confesar" , como dice la folklórica, que llevo casi dos semanas utilizando el whisky de somnífero -no me juzguéis, tenía mis motivos y, por suerte, la angustia ha terminado y ya he vuelto al vasito de leche-.
Lo más inquietante de ciertos días es experimentar la extrema fragilidad del hilo de nuestras vidas: hoy amaneces pendiente de una rutina incesante y, en un minuto, el viento cambia de rumbo y te conduce a puertos que desconocías o que nunca hubieras querido visitar.
Gracias a Dios, a los ángeles o a los habitantes del planeta X8 de una galaxia lejana, mi velero llegó ayer al puerto de mi ciudad, Barcelona. Ante su mar, le agradecí a la diosa Fortuna que me diera una tregua y, también, que me acompañaran en este viaje buenos amigos que estarían cerca de mí pendientes de rescatarme por si alguna vez naufrago.