Nací en una Cataluña con eñe, pero pronto viví en una Catalunya que recobraba su esencia cultural de forma vertiginosa e imparable; una tierra sedienta de identidad propia que bebía el agua que durante décadas le había negado la dictadura franquista. Mi padre escuchaba el himno de "Els segadors" con las ventanas abiertas tras toda una vida de miedos y de censuras. En el colegio, mi madre, aunque andaluza de origen, me apuntó a una asociación que divulgaba el folklore catalán y aprendí a bailar sardanas a la vez que en el tocadiscos del salón, todos los domingos, se escuchaban las coplas de la Piquer o las rumbas de Peret.
Con mi familia paterna siempre hablaba en catalán y con la materna en castellano, así que se puede decir que soy una de tantas personas bilingües que crecen con la riqueza que supone la unión de dos culturas con una larga tradición. Jamás he pensado que una es mejor que la otra porque ningún lugar, aunque sea el de tu nacimiento es superior a otro. Por este motivo me da tanta pena que en mi tierra se esté fomentando una de esas guerras de banderas que provocan irremediablemente una fractura social que no puede conducir a nada bueno. Si algo podemos aprender de la historia de nuestros antepasados es que mezclar nacionalismos y religiones con política sólo comporta injusticia, marginación y, en el peor de los casos, guerras.
Si por algo vale la pena luchar -a pesar de que parezca una contradicción- es por la paz. Mis profundas creencias pacifistas siempre me han conducido a desconfiar de las personas e ideas que puedan promover odios, por tanto, no puedo apoyar a los que quieren la independencia de Catalunya.
Solamente secundaría una iniciativa semejante en una situación de opresión de una cultura sobre otra y esto no es así ya que jamás la cultura catalana ha sido más valorada y protegida que en estos tiempos, hasta podría decir que en algunos casos está por encima de la española (por ejemplo, en la enseñanza donde el catalán es la única lengua vehicular permitida en los colegios).
Son malos tiempos para la paz que a menudo se diluye en el fango de la pobreza. La miseria no tiene paciencia y de eso se aprovechan muchas personas que lo único que quieren es salvar lo suyo aunque sea a costa de lo de los demás.
No hay que ser muy clarividente para observar cómo nos manipulan desde arriba, a través de los medios de comunicación y mediante unos trapos de colores que se llaman banderas y que, a menudo se manchan de la sangre de los heridos en mil batallas fratricidas.
Hace tiempo que comprendí que en el mundo sólo hay dos países : el de la Riqueza y el de la Pobreza. Y yo con los ricos tengo poco que ver, aunque sean catalanes.