El miedo es tan humano como el respirar, aunque, a veces, precisamente ese miedo te cierre los pulmones y sientas que el globo de la vida se desinfla y se te escapa de las manos.
Cualquiera de los que leéis estas palabras lo habréis experimentado más de una vez, de hecho dicen que el primer llanto de un recién nacido se debe a esta emoción que nos asalta ante lo imprevisto y ya, desde ese preciso momento, tenemos que empezar a superarlo para poder saborear todo lo que nos traerán los días que nos esperan.
De algún modo, este miedo se puede convertir en algo positivo si lo llamamos prudencia y si nos impide cometer cualquier tontería que no evitaríamos si no nos paralizara; aunque también nos puede convertir en seres cobardes que no se atreven a despertar de su letargo de espanto.
Sin duda, después de todas mis experiencias de terror ante los cambios y los imprevistos, solamente puedo decir que lo mejor del miedo es que, paradójicamente, te puede hacer valiente; tampoco queda otra: o te enfrentas a él o te sumes en una cobardía peligrosa para ti y para quienes te rodean. Por desgracia, creo que el factor´determinante para que una persona cualquiera, incluso con buen fondo, se convierta en un ser mezquino, capaz de la mayor de las ruindades, es ese miedo que no le permite enfrentarse a sus propios actos y reconocer sus errores.
No es necesario sufrir los avatares de una guerra para descubrir que la persona más bondadosa es capaz de la peor de las miserias a causa del miedo. Se podría comprender ante el peligro a perder la vida, la propia o la de seres queridos; pero todavía me deja perpleja cómo alguien se deja envolver por el feo manto de la mezquindad debido al miedo que siente a no reconocer que ha actuado mal o que ha cometido una injusticia.
Seguramente, el orgullo, producto de la cobardía a no enfrentar los propios malos actos, es el miedo más despreciable de los que conozco y tan dañiño que destruye la bondad natural de los seres humanos.
Y es que para pedir perdón se necesita más valentía que para herir.
Y es que para pedir perdón se necesita más valentía que para herir.