Hoy he estado en un juzgado. Ni he visto al juez, para él apenas represento unos cuantos dígitos de un DNI. Mi abogada intentaba lograr una sentencia justa que compensara los más de dos años (y lo que me queda) de tortura. Trabajando muchos meses sin cobrar; noches de insomnio por no poder pagar facturas; daño emocional por la pérdida de un trabajo que forma parte de mi identidad como persona -es lo que tiene ser profesora vocacional-; dolor al ver a los que te quieren sufrir por ti; la agonía que supone contraer deudas económicas para una persona honesta que ya padecía si un amigo le pagaba el autobús porque se había olvidado la tarjeta; la incertidumbre de qué va a ser de ti y de tu futuro profesional con la coyuntura actual; en definitiva, ¿qué precio tienen todas mis lágrimas derramadas por una injusticia como la que estoy viviendo? Pues es doloroso reconocerlo,¡ pero valen una P. M.! Y encima, como mis exjefes se declaran insolventes, aunque tienen la propiedad del colegio para vender, pues he regresado a mi casa tal y como he salido: con los bolsillos vacíos de dinero y, además, sin ilusión por seguir viviendo en un mundo tan injusto. Para mí el suicidio no es una opción porque no soportaría hacer daño a los que me quieren, pero cada vez comprendo más a los que, desesperados, toman esta decisión drástica.
Y, claro, no soy una infanta con un padre con influencias. Ni siquiera he cometido ningún delito, o sí, tal vez mi gran crimen haya sido nacer anónima, ser un número de ocho dígitos y una letra, y la pena impuesta por la ley sea la de ser tratada injustamente aunque jamás haya estafado, ni herido, ni matado.