Dejo la cama llena de pañuelos y húmeda por la fiebre nocturna para sacar a mi perro y, además, aprovecho para comprar pan y limones. Ando lentamente y con la respiración vibrante por la acción de los virus que siempre me atacan cuando más débil estoy. Me gustaría que alguien me cuidara como cuando era una niña y mi madre me traía una bandeja de pan con tomate y jamón cocido. Yo pedía cuentos y mi padre me los subía de la calle para que las horas de cama fueran menos aburridas.
Pero hoy no hay cuentos porque mi vida se lee como una novela naturalista donde el determinismo me conduce a un final que apunta angustia y desolación. Sin embargo, a paso lento y trabajoso hoy puedo comprar pan y limones -incluso me traigo un tetra-brick de caldo para tomar algo calentito que reconforte mi cuerpo enfermo y mi alma abatida- y, sentada en un banco del parque, veo a mi pequeño perro jugar con sus amigos.
Y sonrío...
Y sonrío...