martes, 3 de junio de 2014

Disculpad,,,

Disculpad si me permito el lujo de convertir la injusticia en mi propio patrimonio. Entre los miles de millones de habitantes de este planeta seguramente que hay casos más flagrantes que el mío como ejemplo de injusticia. Nunca es consuelo eficaz lo que les pasa a los demás porque siempre nos duele más lo que nos toca de cerca, lo que nos hiere el alma mientras nuestro cuerpo deambula de un lugar a otro pidiendo una respuesta al dolor que sentimos. 
Esta mañana, cuando el despertador me ha anunciado que ya era la hora de maquillar mis penas y enfrentarme a personas que sienten que su vida es también importante, he querido regresar a la cama y no despertar. Tampoco se perdería gran cosa si no saliera a la calle pero sólo tengo esto, mi vida, y tengo que  defenderla mientras me quede un ápice de fuerza y un soplo de aire en mis pulmones.
Hace catorce años entré en un colegio para trabajar con la intención de transmitir algo de lo que había aprendido a unos alumnos que comenzaban a despertar de la infancia y a enfrentarse a las experiencias que la vida depara a un adulto. Hay pocas cosas que me gusten más que ver ese brillo en los ojos del que acaba de aprender algo que no sabía. Al cabo de pocos años los problemas económicos de esa escuela afectaron a nuestras nóminas hasta que nos vimos trabajando sin cobrar. Como podéis imaginar no resultaba fácil subir al autobús y marcar la tarjeta para entrar en un aula y enseñar a unos chicos que los esfuerzos siempre son recompensados. Aun así intenté acabar el curso aunque nos anunciaron que, además de no poder pagarnos nuestros sueldos, todo terminaría en un ERE por insolvencia, sin que nos pagaran las nóminas impagadas ni la indemnización por despido -por lo que las deudas que había contraído durante este período de tiempo quedarían sin saldar-. Humillación, ira, pena, incertidumbre, desesperación,... Enferma de tristeza intento que mis alumnos terminen el curso dignamente a pesar de todo. Lloro en el autobús, cuando voy y cuando regreso; lloro en mi despacho mientras recopilo mis libros y mis carpetas; lloro hasta cuando duermo, soñando; en fin, lloro cuando nadie me ve y cuando intento defender lo único que me queda: cierta dignidad trasnochada que se enfrenta a una realidad indigna.
Concierto una hora en la oficina de los desempleados, somos demasiados para que nadie repare en mí. Mi abogado me deja claro que no existe la justicia universal (por si no me había dado cuenta todavía) y que mis ex-jefes han elaborado un plan, respaldados por la nueva reforma laboral para declararse insolventes y no pagarnos lo que nos deben. Nos queda poca cosa más que aspirar a las migajas que nos adelantará el Fondo de Garantía Salarial que, por otra parte, está saturado por la actual crisis económica, así que nos toca esperar como mínimo un par de años si no pueden vender el edificio.
Mientras todo mi mundo se desmorona como un castillo de naipes, algunos allegados que parecían dignos de confianza se alejan, tal vez por miedo a ser salpicados por la maldición que me persigue o, quizás, exhaustos de tanta desgracia. Y yo sigo llorando perpleja ante tanto dolor. Miro la luna por si tiene respuestas y me observa silenciosa calibrando mi resistencia.
Recorro varias salas de juzgados pero no me dan respuestas. Me exigen más paciencia y conformismo -las cosas son así y debo ser realista-. Me arrebatan la poca esperanza que me queda y envejezco diez años entre las miserias del mundo. 
Hoy llego a casa y agoto lo que me queda de la botella de whisky que me regalaron en navidades los que ya no saben qué decirme para que recupere esa sonrisa que tanto les gustaba. Un empresa financiera de alto nivel ofrece comprar el edificio a cambio de que renunciemos a un 40 % de lo que nos queda después de intentar llegar a diversos tratos. En la sala solamente estoy yo, los demás trabajadores no han venido, y escucho las palabras de los letrados intentando entender cómo es posible que el ser humano Mayte se haya levantado esta mañana para pedir justicia en una ciudad donde se ha dado la espalda a los que sufren de verdad.
¡Disculpad que me haya enrollado tanto! Pero tengo pocas plataformas para hacerme oír...