Eran los años setenta cuando una niña al otro lado del Atlántico escuchaba tus canciones. Su hermano mayor ponía los discos y ella se aprendía tus temas de amor y de lucha, de gentes sencillas, de obreros que salen de las fábricas y buscan entre la lluvia los ojos de Amanda. De este modo, esa niña que tarareaba los éxitos de la época más discotequeros y las canciones de los payasos de la tele se emocionaba con tus himnos de libertad -"Si yo tuviera un martillo golpearía en la mañana,.."- o sentía las calles mojadas de sentimientos -"Te recuerdo, Amanda,..."-, en fin, recogía las notas y los acordes de tu guitarra huérfana.
Le contaron que la voz de ese hombre que tanto le gustaba había sido silenciada por otros hombres, que lo habían detenido y conducido a un estadio de fútbol, que lo habían torturado amputándole aquellas manos suaves pero comprometidas y que murió desangrado por las heridas. En su mente infantil se abrió una conciencia que por más que crecía no la abandonó y, hoy, se sienta ante el televisor y se entera de que uno de los verdugos de Víctor Jara iba a ser juzgado por su crimen. La lástima es que Pinochet y la mayoría de sus secuaces murieran tranquilos en sus casas sin que los asesinatos que cometieron fuesen juzgados. Pero lo que ni la maldad pasada ni la del presente pueden silenciar son las palabras y las melodías que un día creó un hombre bueno y que sobrevuelan océanos, estaciones y días para que una niña las cante.