martes, 26 de julio de 2011

Tecnofobia versus tecnofilia



Durante varios meses la opción de dejar comentarios en este blog ha sido inviable. Mi reconocida -y asumida con absoluta humildad- falta de pericia en estas lides informáticas ha impedido que mis escasos (!pero selectos, ejem!) seguidores pudieran escribir sus opiniones sobre mis escritos. Y es que de donde no hay no se puede obtener nada bueno...



Todavía me acuerdo de mis primeros conatos de aproximación a un ordenador: sentía tanto miedo como rechazo a estas máquinas caprichosas y sin emociones. Sin embargo, hubo momentos en que las personifiqué hasta el punto de creer que podían vengarse de mi falta de amor por ellas. Llegué a pensar que mis malas vibraciones favorecían que, de buenas a primeras, me desapareciera el cursor de la pantalla o de que la tecla de los acentos no funcionara.



Y eso sin mencionar la de veces que estos malditos trastos se burlaban de mis prisas cuando tenía que abrir la carpeta de exámenes para imprimir uno para la clase siguiente. En pocos segundos, mi paz o mi alegría se convertían en una ira visceral y mi lado oscuro brotaba mientras lanzaba mil improperios aunque estuviera en la sala de profesores o delante de desconocidos. En seguida, venía algún adalid que intentaba calmar mis nervios y sacarme del lío técnológico en el que me había enredado.



En mi interior creció, y se asentó, la absoluta convicción de que tanto la informática como mi santa madre eran los dos entes capaces de cambiar mi estado de ánimo, en milésimas de segundo, de la serenidad a la histeria.



Aun así, una personilla de carne y hueso no puede ir contracorriente durante mucho tiempo y, sea por obligación o por resignación cristiana, entré en el siglo XXI y un buen día apareció en mi casa un ordenador. Mis amigos, más despiertos y abiertos a lo nuevo, me ayudaron a superar en parte esta fobia tecnológica que padecía, hasta el punto de que Xesco, mi hombre-blog, me diseñó esta ventana al ciberespacio para que matara mis horas de obligada convalecencia. Debo reconocer que, desde entonces, algo de mi habitual repulsión a estos demoníacos artefactos se convirtió en simpatía. Sin embargo, aún me veo más fuera que dentro de estas nuevas realidades y siempre voy a la zaga, diez pasos atrás por lo menos, del ritmo que sigue mi entorno inmediato.



Supongo que, al menos, ya no siento el rechazo retrógrado, hijo del miedo a lo desconocido, que me hacía echar pestes de toda nueva tecnología que apareciera a mi alrededor. Pero, a menudo, me descubro ironizando y estudiando a los que se entusiasman con las últimas novedades que se lanzan al mercado para que los consumidores sientan necesidades que jamás habían experimentado hasta entonces.

En fin, lo que está claro es que, si no fuera por el progreso tecnológico, estas opiniones se quedarían en un recipiente muy carnal y espiritual, sí, pero absolutamente opaco.

sábado, 16 de julio de 2011

Los olvidados





Jorge Manrique, en el siglo XV, dedicó su obra maestra a la memoria de su padre con la intención de rendirle homenaje y de lograr que su fama no fuera enterrada junto a su cuerpo. Parece ser que, desde la antigüedad, el ser humano siente un interés especial en que su recuerdo no se desvanezca como el humo. A veces eran los vivos los que consideraban que determinadas hazañas debían ser recordadas aunque sus protagonistas no disfrutaran del reconocimiento a sus logros. De todos modos, la ingratitud del olvido ha sido, a menudo, lo que muchos han recibido por sus méritos y, aunque pasen los años conviviendo con esa agria sensación, cuando se les reconoce sienten que sus sufrimientos no han sido en vano.





Reconozco que siempre me ha interesado más la intrahistoria, la pequeña anécdota de los anónimos, que la que se estudia en los manuales de Historia, y, por este motivo, un documental sobre los soldados republicanos españoles que ayudaron a liberar Francia de los nazis ha conseguido emocionarme. Ver y oír a Manuel y a Luis rememorando cómo lucharon por sus ideales, sin esperar otra cosa que conseguir la libertad de las gentes de su tiempo, me llega más adentro que oír discursos grandilocuentes de generales y reyes que apenas se ensuciaron las manos para ganar una batalla.



Me pregunto cuántos olvidados nunca han sido,ni serán, reconocidos ni por sus contemporáneos ni por generaciones venideras. Para todos ellos ahí va mi humilde admiración.