lunes, 13 de junio de 2011

El chiringuito



Tenía unos dos años, según me ha contado, cuando me perdí en la playa. Íbamos varias familias y como mi padre no podía conducir por sus problemas de visión, siempre nos repartíamos en los coches de los demás. Mi, paradójicamente, sobreprotectora madre me vistió y me metió en uno de los vehículos, pero parece ser que, mientras ella se iba al suyo, yo me bajé por la otra puerta para seguir cogiendo piedrecitas en la arena. No se dieron cuenta de que no estaba hasta que llegaron a Barcelona y fueron a buscarme para bañarme. Nadie reparó en que faltaba la niña más pequeña porque éramos tantos en casa de mis padres, centro de reunión familiar durante años, que todos pensaban que estaba con otro. Sin embargo, yo estaba sola, con mi gorrito y conjunto playeros, paseando por la playa hasta que parece ser que decidí descansar en un chiringuito. El propietario me entretuvo y protegió hasta que al cabo de unas horas mi padre y mis tíos aparecieron y me devolvieron al seno familiar en medio de oraciones y tilas que intentaban calmar los llantos de una madre destrozada. Me cuentan que yo no estaba asustada, como si no fuera consciente de la gravedad de lo sucedido, y tal vez sea cierto porque nunca he recordado semejante situación. No obstante, y como dicen los psicólogos, si las experiencias infantiles son tan importantes para el desarrollo de la persona, es fácil entender que siempre me hayan encantado los chiringuitos y que, más a menudo de lo que hubiera deseado, me sienta perdida y sola en busca de, todavía, no sé qué cosa.

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